Una vida "eucarística"
7 de septiembre de 2008 17º de Pentecostés | Éxodo 14:19-31Salmo 114Romanos 14:1-12Mateo 18:21-35 |
Una vida “eucarística”
Romanos 14:1-12
Terminamos hoy el recorrido que durante este verano hemos estado realizando a lo largo de la carta, que el apóstol Pablo dirigió a los cristianos de Roma. Y estos últimos domingos hemos continuado planteándonos preguntas: Los que hemos recibido la buena noticia del amor de Dios y nos la hemos creído; los que, por haber aceptado la obra realizada por Jesucristo en la cruz de una vez y para siempre, hemos sido justificados, es decir, “ajustados” en nuestras relaciones con Dios, con los otros hombres, con nosotros mismos, con la creación entera; los que, por haber sido bautizados “en Cristo”, “en” su muerte y resurrección, hemos “nacido de nuevo” como “hijos de Dios”; los que hemos sido “vueltos a crear” según el modelo de Cristo, el Hombre nuevo; los que ya no hemos de cumplir una ley para ser perfectos tal como Dios quiere de nosotros…
¿Qué tenemos que hacer, ahora? ¿Por dónde hemos de empezar? ¿Cómo podemos ponernos en marcha para ser colaboradores de Dios en la transformación del mundo? ¿Hemos de hacer algo para que el Evangelio predicado por Jesús, y el Evangelio que los cristianos predicamos acerca de Jesús, se vayan haciendo realidad en el mundo? Dicho de manera más sencilla, ¿cómo tenemos que vivir los cristianos? Pero concretando, ¿cómo hemos de vivir para que nuestra vida sea coherente con nuestra fe?
Sólo ahora, al final de la carta, cuando Pablo ya ha terminado de presentar “su Evangelio” como el ofrecimiento absoluto de Dios a las grandes necesidades del ser humano, es cuando se plantea sus posibilidades “morales”, su aplicación a la vida cotidiana del cristiano, tanto en la sociedad “civil” como en el seno de la propia iglesia. Y la respuesta de Pablo a la pregunta por el comportamiento del hombre y la mujer cristianos es totalmente coherente con su “evangelio”, con el mensaje que ha transmitido como “buena noticia” para la humanidad pecadora. Pablo huye de todo planteamiento “legalista”, porque en su carta ha quedado bien claro que el hombre no se puede salvar siguiendo ninguna ley, ni siquiera la ley de Dios, ni siquiera una “nueva ley cristiana”, ni siquiera una “ley del amor” o una “ley de las bienaventuranzas”. Porque por muy perfecta que sea la ley, el ser humano, por sí solo, es incapaz de alcanzar la “justicia”, una perfección moral que lo haga merecedor del favor de Dios. Y será tanto más incapaz cuanto más sublime sea la perfección que dicha ley le exija.
El planteamiento de Pablo se mueve justo al revés. Al hombre y a la mujer que han sido ya “ajustados” por Jesucristo por medio de la fe en Él y en su salvación; a aquellos que, por el acontecimiento de la predicación, se han descubierto ya reconciliados con Dios por su inmenso amor, y han sido introducidos por el bautismo en una comunidad de hijos de Dios, a esos precisamente se dirige Pablo. Pero Pablo no les da una nueva ley. Ni siquiera les recuerda las enseñanzas del mismo Jesús como si fueran una nueva norma moral. Por el contrario, lo que hace Pablo es exhortarlos a tener unas determinadas actitudes que sean coherentes con su fe, con su nueva forma de ver y de plantearse la vida, y a tener un determinado comportamiento a partir de esas nuevas actitudes.
Para Pablo, lo coherente con la fe en un Dios que ha mostrado su amor gratuito en la entrega de Jesús a la muerte, es llevar una vida que podríamos llamar, por utilizar el lenguaje del NT, escrito originalmente en griego, “eucarística”, es decir, “agradecida”. Pablo pide una vida que sea, toda ella, expresión de la gratitud a Dios por su “gracia”, por todo lo que Él ha hecho gratuitamente por nosotros en la persona de Cristo.
Recordamos lo que escuchábamos hace unos domingos [Rom 12,1-2]. La respuesta a la misericordia de Dios que se me ofrece a sí mismo, que se ofrece a sí mismo por mí, sólo puede ser ofrecerme yo a mí mismo, ofrecer mi propia vida, al servicio de Dios, como un “sacrificio”. La palabra “sacrificar” significa “hacer sagrado”. Por medio del ritual del sacrificio, un objeto o, sobre todo, una persona o grupo de personas, eran apartados de su vida “profana”, y entraban en el ámbito sagrado, donde podían relacionarse con la divinidad. En la religión de Israel, el sacrificio restauraba la comunión con Dios, rota por el pecado, y volvía a poner al israelita al servicio de Dios, al que pertenecía por pertenecer a Israel, el pueblo de la alianza.
Por la misericordia que Dios ha tenido con nosotros, por su “gracia”, Pablo nos ruega que nos presentemos ante Él con las manos vacías. No tenemos nada que pueda merecer el amor de Dios. Sólo podemos ofrecernos a nosotros mismos, tal como somos, con todas nuestras imperfecciones. Sólo podemos presentarnos como una ofrenda de todo lo que somos, incorporados a la ofrenda perfecta, la de Jesús el Mesías en la cruz, y dispuestos a que Él nos transforme, renovando nuestra mentalidad, nuestra forma de ver la vida. Por eso no podemos considerar el amor al prójimo como una ley. No se puede amar por obligación. Incorporados a Jesucristo, “incorporados” a Él, “bautizados”, es decir, “sumergidos” en Él, somos transformados poco a poco por medio de su Espíritu, de su “manera de ser”, que es la “manera de ser” del mismo Dios su Padre. Pablo resume toda la vida cristiana en el amor, pero no como una ley que hay que cumplir, sino como la respuesta de toda la vida al Dios que nos ha amado primero, como un Padre, y a quien queremos agradar, por amor, haciendo lo que le agrada, como hijos.
Es la misma idea que enseña Jesús en el texto que hemos leído hoy en el evangelio de Mateo. Por medio de una parábola, que funciona a modo de contraste, Jesús hace ver el comportamiento terrible, por absurdo, del servidor del rey hacia su compañero. En primer lugar, ¿cuál puede ser el sentimiento, la actitud, de alguien a quien su superior le ha perdonado una deuda de más de 3.250 millones de €? En segundo lugar, ¿cuál podrá ser el comportamiento de esta persona con un compañero que le debe sólo 300 €? El pecado del siervo de la parábola no es otro que la ingratitud. La actitud vital de quien se sabe perdonado por Dios no puede ser otra que la alegría desbordante movida por la gratitud y que se derrama en el amor al prójimo.
Sólo desde aquí tiene sentido descender a los detalles de la vida y la moral cristianas, algunos de los cuales contempla Pablo a continuación, aunque siempre quedándose en el terreno de los grandes principios que son coherentes con la fe. En primer lugar, las relaciones en el seno de la comunidad cristiana, pero también con todos los hombres, incluso con los enemigos. Y las relaciones con las autoridades civiles (¡nada menos que con el mismísimo imperio romano!).
De una manera especial, el texto que hemos leído hoy en Rom 14,1-12 se fija en unas relaciones particulares que se daban en el seno de la comunidad cristiana, concretamente en la comunidad de Roma, formada por cristianos que procedían tanto del judaísmo como del paganismo. Pero que pueden darse también, de otra manera, en las iglesias de hoy, siglo XXI.
Los cristianos procedentes del judaísmo se consideraban “superiores”. “Descendientes de Abraham”, tenían “la ley y los profetas”. Tras siglos de persecuciones, el cumplimiento del sábado y las fiestas, y las leyes sobre la pureza de los alimentos, eran sus señas de identidad, algo a lo que no podían renunciar. Con su actitud “conservadora” de todo lo que habían creído y sido antes de convertirse en cristianos, ellos, que se creían “fuertes” y miraban por encima del hombro a los otros cristianos procedentes del paganismo, eran en realidad, para Pablo, “débiles”, porque ponían su fe más en su propia observancia de la tradición que simple y solamente en Jesucristo.
Pero los otros miembros de la comunidad, los que siendo paganos habían aceptado la buena noticia de la salvación por la fe en Jesucristo, por la “fe sola”, y que adoptaban una actitud totalmente “liberal” frente al cumplimiento de las normas de la ley judía (aprendida del mismo Pablo), los que tenían que sentirse “débiles” porque eran en el fondo los recién llegados al pueblo de Dios, eran en realidad los “fuertes”, porque se apoyaban únicamente en el amor de Dios. Esto en teoría, porque ellos, los “fuertes” que habían sido “liberados” de la sujeción a la ley, en lugar de ayudar con amor a sus hermanos “débiles”, se dedicaban a criticarlos por mantenerse en su actitud “conservadora”.
Pablo no menciona la parábola de Jesús. Ni siquiera sabemos si la había oído alguna vez. Pero lo que sí está claro es que Pablo apela al mismo principio que Jesús. “Fuertes” y “débiles”, “liberales” y “conservadores”, todos los miembros de la comunidad, somos todos, unos y otros, unos junto con otros, servidores del mismo Señor. “¿Quién eres tú para criticar al servidor de otro?” (Rom 14,4). ¿Y quién eres tú para menospreciar al otro, para mirarlo por encima del hombro? Unos y otros, dice Pablo, sólo hemos de rendir cuentas a nuestro propio “amo”, que además nos acaba de enseñar que es nuestro Padre. Y nos dice además que el “otro”, el que no es como nosotros, el que creemos que se va a condenar porque no tiene el mismo planteamiento que nosotros, porque es “fuerte” o “débil”, “liberal” o “conservador”, no se va a condenar. Al final “quedará bien” ante su amo, “porque el Señor tiene poder para hacerle quedar bien” (Rom 14,4).
Pablo no estaba “flotando en el aire”, “por encima del bien y del mal”. Él había tomado partido. Más aún, había sido él mismo quien había predicado que la ley, con todas sus prescripciones, ya no tenía ningún valor para la salvación. Había sido él quien había llenado la iglesia de “paganos y ateos” que no sabían nada de la ley. Él había escrito en la carta a los Gálatas defendiendo la libertad de los hijos de Dios: “Cristo nos liberó para que seamos libres. Por lo tanto manteneos firmes en esa libertad y no os sometáis otra vez al yugo de la esclavitud” (Gál 5,1). Y escribió precisamente contra los cristianos procedentes del judaísmo, que atentaban contra la libertad cristiana, imponiendo normas y doctrinas que habían sido hechas inútiles por la obra de Cristo.
Pero ahora, para Pablo, lo que está en juego no es la validez teórica de unas doctrinas o de otras, la enseñanza de unas normas morales o religiosas o de otras. Lo que está en juego es la vida interna del mismísimo pueblo de Dios, la vida de la Iglesia, que sólo puede estar hecha de amor. Si lo que mueve a los cristianos no es el amor de Dios, aquí no hay cristianos, ni Iglesia, ni nada que se le parezca. No nos hemos enterado. No recordamos los miles de millones de euros que se nos han perdonado, y sólo recordamos el billete de cien euros que el otro nos debe.
Para Pablo, la solución verdaderamente cristiana no consiste tampoco en dividir la comunidad, en hacer una iglesia de “fuertes” y una de “débiles”, una iglesia de los que dicen que hay que orar y otra de los que dicen que hay que actuar, una iglesia más “tradicional” y otra más “moderna”, una iglesia “conservadora” y otra “liberal”. Eso es para Pablo un pecado contra el Cuerpo de Cristo, del que todos formamos parte.
Las relaciones entre cristianos, personales o institucionales, son para Pablo “secundarias”. Porque dependen siempre de la relación personal de cada uno de nosotros con Dios, que se nos da a conocer en Jesucristo. Pablo dice que somos “servidores” de Cristo, como los personajes de la parábola de Jesús. Y cada uno defiende sus opciones cristianas, sus opciones de fe y de comportamiento, delante de Cristo: “El que come de todo, para honrar al Señor lo come; y el que no come ciertas cosas, para honrar al Señor deja de comerlas, y también da gracias a Dios” (Rom 14,6). Los que condenaron a Jesús, lo hicieron porque pensaban que Jesús actuaba no movido por el Espíritu de Dios, sino por el “enemigo”. Y esa misma actitud de los fariseos es la actitud de quienes despreciamos a los hermanos que piensan o actúan de manera distinta a nosotros, sin pensar en que están convencidos de que lo que piensan o actúan es lo correcto delante de Dios.
En la Iglesia de Jesucristo, nadie está por encima de nadie. Ni por su papel institucional (léase papa, obispo, pastor, o miembros del consejo), ni tampoco porque unos tengan más Espíritu Santo que otros. Todos dependemos de un único Señor, Jesucristo, precisamente Aquél en quien hemos descubierto el amor. Pero para que la Iglesia funcione, esta dependencia ha de ser real. Hemos de vivir como “ofrendados”, al servicio del único Señor. Sin fijarnos en el que tenemos al lado más que para amarlo. Sin críticas. Sin mirar por encima del hombro. Sin condenar a nadie. Sin mandar a nadie al infierno antes de tiempo. Sin darle ninguna importancia a lo que “yo” creo, o a lo que “yo” hago, sino valorando únicamente a “Aquél en quien creo” y lo que él ha hecho por mí.
“Ninguno de nosotros vive para sí mismo ni muere para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. De manera que, así en la vida como en la muerte, del Señor somos” (Rom 14,7-8).
Os invito a orar por última vez con mi amigo. Ha dejado de ser ateo. Ha empezado a creer: “¡Hasta aquí me has acompañado, Dios mío! ¡Creo, Señor, pero ayúdame a creer más! Ayúdame a “crecer” en la fe... A entender más para poder creer más... Y esperar más... Y amar más... Señor Jesucristo, creo que me llamas a seguirte, junto con todos los que te siguen... A ser cristiano junto con todos los cristianos... Me pongo en tus manos... Dame tu Espíritu para que pueda ser como tú...“
AMÉN